Tabla de contenidos
- ¿Qué es la desigualdad?
- ¿Cuáles son las características de la desigualdad?
- ¿Cómo es el panorama actual de la desigualdad en Ecuador?
- ¿Cuáles son los tipos de desigualdad en Ecuador?
- ¿Cómo se presenta la desigualdad en el trabajo?
- ¿Cuáles son las consecuencias de la desigualdad en el entorno laboral?
- ¿Cómo los recursos humanos pueden combatir la desigualdad?
La brecha entre quienes tienen de sobra y quienes apenas llegan a fin de mes atraviesa Ecuador de punta a punta, de Guayaquil a Tulcán. Se siente cuando toca pagar una consulta médica, al buscar un cupo en una buena escuela o al soñar —o no— con un ascenso. Para millones de personas, esas puertas siguen cerradas. Y lo peor es que la llave suele perderse de padres a hijos: la desigualdad se hereda como un apellido difícil de cambiar.
Mirar solo la diferencia de salarios es quedarse en la superficie. Detrás pesan décadas de historia, decisiones políticas y pactos sociales que definieron quién accede a oportunidades y quién no. Resolver el asunto exige algo más que repartir la torta de otra forma. Pasa por garantizar servicios públicos dignos, robustecer las instituciones y convertir la justicia social en hechos concretos. No puede quedarse en un eslogan que se repite cada campaña.
En las líneas que siguen desmenuzaremos qué entendemos por desigualdad, cómo se siente hoy en el país y por qué impacta tan fuerte en la rutina de la gente. La meta es sencilla pero ambiciosa: mirar el problema con lupa y proponer acciones que realmente achiquen la brecha.
¿Qué es la desigualdad?
La desigualdad, puesta en términos simples, es ese reparto disparejo de recursos y oportunidades que se cuela en cada rincón de la vida social. En Ecuador se nota en los sueldos, en la calidad de las escuelas, en la atención que recibe un paciente en un hospital público y hasta en quién logra sentarse a decidir políticas. Mujeres, pueblos indígenas y comunidades afrodescendientes cargan con la parte más pesada de esa brecha y lo saben bien.
Ahora bien, hablar de desigualdad no basta; hay que poner sobre la mesa el concepto de equidad. Mientras la primera describe el desequilibrio, la segunda propone el remedio: garantizar que todos partan de la misma línea de salida, aun cuando algunos necesiten un empujón adicional para llegar ahí. Para la gestión empresarial —y muy en especial para RR HH— ese matiz resulta clave: equidad no es dar lo mismo a todos, sino lo que cada quien requiere para competir en igualdad de condiciones.
Medir la brecha es el paso siguiente. Herramientas como el Índice de Gini o los indicadores de acceso a servicios básicos ofrecen la fotografía cruda de la realidad. Sin esos números, las políticas públicas —y las decisiones corporativas ligadas a inclusión— terminan siendo buenas intenciones en un PowerPoint. Con ellos en la mano, se ajustan planes y se apunta la inversión social donde de verdad hace falta.
¿Cuáles son las características de la desigualdad?
Primero, su multidimensionalidad: no se trata solo de cuánto gana una persona a fin de mes; también pesa el colegio al que asistió, el centro de salud que tiene cerca o la voz que posee en los espacios de decisión. En Ecuador, basta comparar un barrio de Quito con una comunidad del Chimborazo para notar la distancia en oportunidades educativas, conectividad y servicios básicos.
Otra marca inevitable es la herencia intergeneracional. Cuando un niño nace en pobreza, suele recibir educación limitada, cuidados de salud precarios y redes de contacto endebles. Eso reduce sus chances de conseguir un empleo bien remunerado en la adultez y perpetúa el círculo para la siguiente generación. Para las áreas de talento humano, romper esa cadena implica programas de becas internas, mentorías y capacitaciones que eleven el potencial de quienes vienen de contextos vulnerables.
La variabilidad geográfica añade una capa extra de complejidad. Las grandes ciudades concentran la infraestructura y el empleo formal, mientras que las zonas rurales —sobre todo indígenas— lidian con índices de pobreza que duplican los urbanos. Esta disparidad territorial exige políticas públicas focalizadas y, del lado empresarial, estrategias de desarrollo local que vayan más allá de la filantropía ocasional.
¿Cómo es el panorama actual de la desigualdad en Ecuador?
Las cifras recientes confirman que la brecha sigue siendo un reto mayúsculo. El Índice de Gini se ubicó en 0,457 en 2023; no es el peor registro de la región, pero sí evidencia que la riqueza continúa concentrada en pocos bolsillos. El dato empeora al salir de la ciudad: en el campo la pobreza por ingresos trepa al 42,9 %, mientras que en las áreas urbanas se mantiene en 16,7 %. Esa disparidad no es casual; responde a un mercado laboral menos dinámico y a servicios básicos más escasos fuera de los centros urbanos.
En educación y salud, la historia se repite. Comunidades indígenas y afrodescendientes arrastran tasas de analfabetismo superiores al promedio nacional y enfrentan largas distancias —o atención deficiente— cuando necesitan un centro médico. Para la empresa privada, esos vacíos se traducen en una fuerza laboral con brechas de competencias y en mayores costos de ausentismo por problemas de salud prevenibles.
La inequidad de género completa el cuadro. Las mujeres, sobre todo en zonas rurales, ganan menos, acceden con dificultad al crédito y tienen poca presencia en directorios y puestos de decisión. Aunque ha habido avances regulatorios, la brecha salarial persiste y la corresponsabilidad familiar sigue recayendo en ellas. Integrar políticas de igualdad salarial y programas de liderazgo femenino ya no es un gesto reputacional; es una necesidad competitiva en un mercado que valora la diversidad.
¿Cuáles son los tipos de desigualdad en Ecuador?
Cuando se habla de disparidades en el país, la economía es la primera en gritar. Basta mirar atrás: en 2014, el 5 % más acaudalado se quedó con ingresos 46 veces mayores que los del 5 % más pobre, creando dos mundos que casi no se rozan. De un lado, familias que gestionan créditos, compran vivienda y planean su futuro con cierta holgura; del otro, hogares que lidian cada quincena con el dilema de cubrir lo mínimo.
Luego aparece la desigualdad social, esa que marca el acceso —o la falta de él— a escuelas de calidad, hospitales bien equipados y viviendas dignas. El contraste entre ciudad y campo lo deja claro: en 2022, la pobreza por ingresos golpeaba al 16,7 % de los habitantes urbanos, pero en zonas rurales se disparaba al 42,9 %. Ese número decide, en muchos casos, quién alcanza un cupo universitario o recibe atención médica a tiempo y quién queda fuera del radar.
A la ecuación se suman la brecha de género y la desigualdad étnica. Las mujeres jóvenes cargan con mayores tasas de inactividad laboral: el 23,9 % de los llamados “ninis”, con una brecha de 24,4 puntos que va contra ellas. Para las comunidades afroecuatorianas e indígenas el panorama es incluso más duro: un 55 % vive en condiciones precarias, encabezando los índices de pobreza y exclusión. Estos datos confirman que el desafío no es solo económico; también pasa por reconocer la dimensión étnica y de género en cualquier política que aspire a cerrar la brecha.
¿Cómo se presenta la desigualdad en el trabajo?
En el mercado laboral ecuatoriano la brecha se hace tangible en el monto del salario, las oportunidades de ascenso y la estabilidad contractual. Un dato clave: las mujeres perciben, en promedio, solo el 64,4 % del ingreso por hora que ganan los hombres; una diferencia de 35,6 %. La maternidad y los sesgos de contratación pesan, pero también la ausencia de políticas que midan y corrijan de forma sistemática ese desfase.
La desigualdad aparece igualmente en la puerta de entrada a los puestos formales. Mujeres y minorías étnicas enfrentan filtros –a veces explícitos, a veces sutiles– que les cierran opciones en sectores bien remunerados. Cuando logran ingresar, otro muro es la promoción interna: muchos techos de cristal permanecen intactos, ralentizando su avance hacia posiciones de liderazgo.
No menos preocupante resulta la precarización. La informalidad golpea a casi la mitad de la fuerza laboral y, dentro de ese grupo, las mujeres cargan con la peor parte: empleos sin contrato, sin seguridad social ni prestaciones. A ello se suma la baja tasa de sindicalización, que limita la capacidad de negociar condiciones más justas. Todo este cóctel termina reforzando las brechas que las políticas buscan cerrar.
¿Cuáles son las consecuencias de la desigualdad en el entorno laboral?
Para las organizaciones, la inequidad se traduce en productividad estancada. Cuando un segmento del personal percibe salarios menores o barreras de ascenso injustificadas, cae su motivación y, con ella, la eficiencia general. Un colaborador desalentado rinde menos y aporta pocas ideas; un equipo diverso y valorado, en cambio, innova y resuelve problemas con mayor agilidad.
Surge entonces otro costo: rotación elevada y ausentismo. Empleados que no ven futuro buscarán alternativas, y cada salida implica procesos de reclutamiento, inducción y curva de aprendizaje. Según estimaciones globales, remplazar a un trabajador puede costar entre el 50 % y el 200 % de su salario anual, cifra que erosiona márgenes de ganancia y presiona el flujo de caja.
El clima interno tampoco escapa ileso. Percepciones de trato desigual alimentan conflictos, reducen la confianza y afectan la comunicación entre áreas. A largo plazo, la reputación corporativa sufre; retener talento joven se vuelve un desafío y la empresa pierde competitividad frente a quienes abrazan la diversidad como ventaja estratégica. En suma, la desigualdad es un mal negocio: mina la cohesión, resta productividad y amenaza la sostenibilidad de cualquier organización que aspire a perdurar.
¿Cómo los recursos humanos pueden combatir la desigualdad?
Cuando la organización decide tomarse en serio la equidad, el departamento de Recursos Humanos pasa al frente como pieza clave. Su primera misión es revisar cómo se contrata. Esto implica procesos de selección transparentes, criterios de evaluación claros y filtros que eliminen cualquier sesgo por género, origen étnico o condición socioeconómica. Con ese paso se coloca la base para que el talento llegue por mérito y no por privilegio.
A partir de ahí, la prioridad es construir un ambiente diverso e inclusivo. Esto requiere programas continuos de formación en equidad de género, sensibilización cultural y derechos laborales. Así, cada persona conoce —y practica— el valor del respeto mutuo. Al mismo tiempo, crear canales seguros para denunciar discriminación o acoso resulta indispensable. Las reglas deben estar por escrito y, sobre todo, cumplirse. Solo así se genera confianza real y se corta de raíz cualquier abuso.
Un tercer frente es abrir espacios de participación. Comités de diversidad, encuestas anónimas y mesas de trabajo dan voz a distintos colectivos dentro de la empresa. Esto permite que las decisiones reflejen necesidades reales, no suposiciones de la alta dirección. Cuando todas las perspectivas cuentan, la gente se siente parte del proyecto y la motivación fluye de manera natural.
La desigualdad sigue siendo un reto enorme en Ecuador y golpea con mayor fuerza a mujeres, pueblos indígenas y otros grupos históricamente postergados. Frente a ello, el rol del Estado es irrenunciable. Pero la empresa privada —y en particular el área de Recursos Humanos— puede marcar una diferencia tangible día a día. Lo hace al promover ambientes de trabajo donde la equidad no sea un eslogan, sino una práctica constante.
Sumar políticas inclusivas y procesos justos no solo eleva la calidad de vida de los colaboradores. También fortalece la productividad, la reputación corporativa y, en última instancia, la cohesión social del país. Cuando cada actor —gobierno, empresas y ciudadanía— aporta desde su trinchera, la brecha se cierra. Y la economía gana músculo con un capital humano realmente valorado.